viernes, 19 de agosto de 2016

Los distractores…

celesteprize


Antes de sentarse frente al computador cierre los ojos. Piense en los pájaros y siéntase uno de ellos. Vuele alto, cuidando no enredarse entre los cables de luz y las colas de las cometas.

Sea libre, concéntrese.

Si las voces continúan zumbándole al oído, hágales caso. Vaya por un café. Llame al amigo de hace años. Limpie los polvos de la ventana. Arregle el álbum de fotos o pasee al perro (sobre todo si es una tarde calurosa).

Cuando sienta que es hora de retomar, colóquese frente al computador. Abra el documento. Ubique el cursor en el extremo izquierdo, pero antes, revise el correo, los mensajes del teléfono y el chat.  Cambie su foto de perfil y échele un vistazo a sus amigos en Facebook.

Vaya por otro café. Cierre los ojos. Conviértase en pájaro.
Vuele alto, cuidando no enredarse entre los cables de luz y las colas de las cometas.

Sea libre, concéntrese.

Si las voces continúan zumbándole al oído, hágales caso…


Quizá no sea una cuestión de tiempo.

sábado, 25 de junio de 2016

“¿Se acuerda de mí?, maestra Gómez”


Publicado en La Línea de Fuego Cultural.






Por Elena Vásconez / 8 Junio 2016
“Tiene una semana para largarse de aquí, a donde no le lleguen ni los rayos del sol”, salió gritando enfurecida la inspectora Gómez. Cerrándome la puerta en plena cara. Horas más tarde, cuando corrieron lista, ya nadie me nombró, aunque yo seguía en el pupitre de siempreesbozando a lápiz la forma del anciano con alas enormes encontrado en el patio de Pelayo. El ángel cautivo que alborotó, sin darse cuenta, a todo el vecindario.
Después de recreo, la inspectora Gómez volvió a buscarme. Esta vez junto a cinco maestras que apenas había visto pasar por ahí con regla en mano y gritos destemplados. El batallón del terror interrumpió la clase de sociales que iniciaba y me llevó, casi de un brazo y otro, a un aula apartada. Cerraron la puerta con doble seguro. Me sentaron en medio. Por la cercanía, percibí una mezcla extraña de olores. El aroma penetrante del perfume caro que utilizan las señoras versus el casi imperceptible dulzor de la colonia “Mujercitas” que me regaló mi abuela el día de la primera comunión.
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Al inicio, el regaño fue por la apariencia. Así que, mientras la retahíla de acusaciones fluía y entraban en calor, sobre todo ellas, porque yo estaba más fría que una lagartija, fui retirando las cascaritas de esmalte azul metálico de mis uñas y, con la manga del saco, me limpié, al apuro, el brillo de labios sabor a naranja. Yo se fregó, dije calladito. Empezó el dolor de estómago.   
Las maestras venían con el mensaje que la rectora mandó a decir. “Por orden de la autoridad y por la gravedad de su falta, el colegio le hace extensiva la siguiente solicitud”:
(Resumiendo)
Retirar la documentación personal sin dejar huella en los archivos de la institución; desocupar, con carácter urgente, un cancel viejo donde guardaba cuadernos, esferos de color con escarcha y golosinas; además, si alguien hacía preguntas, tenía la obligación de responder que me iba por motivo de viaje. “Usted invéntese a dónde”, insinuaron. A España, al Medio Oriente o a la Antártida. Mientras más lejos mejor.
¿Puedo decir que me voy a morir? –pregunté-.
Se miraron unas a otras.
Como sentí que me querían borrar del mapa…
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“A ver, le aclaro que esta no es una expulsión. El colegio no es lugar para las adolescentes que van a ser madres y han fracasado. Mejor quédese en la casa. En esas condiciones, por usted nadie dará un solo centavo”, argumentó la inspectora Gómez concluyendo la frase con un “le deseamos suerte” medio desabrido y desconcertado, quizá porque se vio a sí misma varios años antes de ser inspectora.
“Hay unos cursos de tejido y cocina. Eso le puede servir para que le haga unas chambritas a su hijo o hija y para que se adapte a la nueva vida que usted misma escogió”- me aconsejó otra maestra-.
“Oiga, ¿se va a casar? ¿Quién es pues el padre del guagua?”  -preguntaron-.
“Yo creo que puede estudiar belleza, aunque con un hijo y el marido le veo complicado…” -dijo alguien más-.
“Lo que sí mijita, quedarse sola no es bueno. De las madres solteras siempre hablan y no vale andar en boca de todo mundo. Usted tan feita no es, así que, de no ser con el padre del guagua, busque a alguien y pídale el favor” -Todas asintieron-.
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¿En qué nos parecíamos el viejo con alas enormes y yo? Mientras los vecinos de ese cuento que tanto amé hacían toda clase de conjeturas sobre el futuro del viejo con alas enormes, sobre mi vida las maestras auguraban lo propio.
No se podía esperar más de una muchacha que hizo cosas de grandes. “Eso le pasa por andar de loca y en la calle”. “Con uno y con otro ha de ver estado”. “No ha de saber ni quién es el padre” murmuraban a mis espaldas. En ese tiempo ningún decreto prohibía la expulsión de las alumnas embarazadas. Había la libertad de juzgar y cerrar las puertas de los colegios a las madres adolescentes y a sus hijos. Lavándose las manos hipócritamente.
¿Y si la embarazada fuera su hija? – qué ganas de decirlo, pero no-.
Como repitieron hasta el cansancio que la juventud no tiene valores, regresé al aula, guardé las cosas en mi mochila y quise salir de inmediato. Casi sin regresar a ver. No por falso orgullo sino por miedo, por pánico frente al hecho de no saber qué hacer ni a dónde ir. A la final, cuando intenté atravesar el portón grande nadie me detuvo.
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Por primera vez corrí como un animalito salvaje y libre, sintiendo ansias de largarme en serio y no volver nunca más. Maldiciendo, triste a la vez. Las lágrimas se perdieron entre lo que no pude decir para defenderme. En la reunión inquisidora, las maestras hablaron por tres horas seguidas. Yo solo pedí disculpas e hice una pregunta. Nada más.
Durante los nueve meses siguientes soñé con la sentencia de la inspectora Gómez. Eso de “por ti nadie dará un centavo” me causaba pesadillas y hasta creí que era verdad. Sin embargo, al poco tiempo, un colegio nocturno, por el que nadie daba un solo centavo, me abrió las puertas con mi hija en brazos y con mis ganas de continuar. Ser parte de la gente a la que nadie le tiene fe me hizo cabrear tanto que un día dije ¡Se jodieron!
En cierta ocasión, volví al colegio del que me expulsaron. Antes, lo pensé varias veces. Eso de dejar pendientes no es lo mío. En fin, el lugar aún olía a tinta de esfero y sonaba la radio en la conserjería. Entre los pasillos caminaba la inspectora Gómez. Volví a los 16 y de nuevo tuve ganas de salir corriendo. ¡Piensa cabecita y detente corazón!  Han pasado diez años. ¡Esta vez no te expulses tú! ¡Qué carajos!
-“¿Se acuerda de mí?, maestra Gómez” – al inicio le costó-.
-¿Cómo te fue? ¿Qué hiciste de tu vida?- dijo un tanto nerviosa-.
-Sabe, nunca fui a la Antártida, aunque me hubiese encantado -respondí-.
-En ese momento no supe cómo actuar con las alumnas embarazadas. Yo quise, yo pensé que lo mejor era…-.
-Profesora Gómez, sólo quería agradecerle. Su frase del centavito fue una sentencia y un aprendizaje-.
-Estas flores son para usted-.
De ahí en adelante pude cantar sin culpas “cinco centavitos de felicidad”, a propósito de…

sábado, 12 de marzo de 2016

María, una mujer con la conciencia limpia



(Texto publicado en La línea de Fuego y en Ecuador Libre Red)





Por Elena Vásconez / Fotografía  Florent Tribalat

María Hermiña trabaja como recicladora de base en el Centro Histórico de Quito, desde hace diecisiete años. Conoce a fondo las intimidades de esta ciudad, ‘La carita de Dios’, y se ocupa de limpiarle la conciencia.

María puede devolver la vida a lo que otros desechan y tiene un liderazgo innato. No en vano gestó la primera asociación de recicladores de Quito, en el sector de la avenida 24 de Mayo.

En la planta baja de una casona antigua, cerca de La Ronda, alquila un cuarto. Por su horario de trabajo no pasa tanto tiempo allí pero colabora con las vecinas y alimenta a los perros callejeros que la esperan con los ojos pegados a la puerta de calle.


–Doña Mari, ¿por dónde empezamos? –le digo. Ahora sí podemos conversar en paz, sin corretear de un lado a otro.

–Mejor nos sentemos –responde. Mientras tomo mi lugar, ella va a la cocina y abre una funda de caramelos–.  Más que sea unito para endulzar la vida y estar contentos…

Frescos, manzanas o cartones




Antes de reciclar, María realizó un sinnúmero de oficios. Desde el lavado de ropa, la venta ambulante de frescos y frutas, hasta las tareas de cuidado. Recuerda cuando, escondida en los zaguanes, esquivaba con rapidez el olfato feroz de los policías municipales. Siete veces durmió en la celda con su hijo recién nacido. A pesar de todo, ella asegura que jamás se ha doblegado.

–Al reciclaje ingresé por una amiga que me convenció. Yo pensaba: no, eso es sucio. ¿Qué dirá la gente si me ve?

Sí, al principio sintió vergüenza, pero las obligaciones pesaron más. En poco tiempo aprendió a recoger y a clasificar la basura por su cuenta. No necesitaba títulos ni experiencia previa. Solo la intuición. Las primeras veces, por una camioneta llena de material le pagaban un dólar. De eso le restaban el costo de la carrera.

–¿Han cambiado las cosas, Doña María?
–(…).

Prefiere mostrarme su primer coche. Lo guarda en una esquina del cuarto. Refundido entre utensilios y zapatos. A ella le resultó casi lo mismo. No importaba si eran frescos, manzanas o cartones.

Los datos señalan que 24 millones de personas en el mundo realizan labores de reciclaje en distintas etapas. El 80% de estas actividades se ubican en la economía informal (WIEGO). Según la OIT a este tipo de economía se incorpora el trabajo precario.

Existen distancias irreconciliables entre el porcentaje, la definición conceptual y la experiencia. Quien mejor que ella para ganarle en evidencia al político de turno o al intelectual de escritorio. Sabía bien lo que era tener un trabajo precario. Mínima retribución por largas y extenuantes horas de caminata, sin horario fijo ni salario básico. Sin seguro social ni reconocimientos de ley. Sin vacaciones ni domingos de parque. Su vida ha sido pisar el pavimento ardiente o escapar del aguacero. Cero garantías. Solo la calle.

Reciclar en esas condiciones tenía sus propios agravantes: fueron incontables las veces en las que debió sacar de los dispensadores de mercados y hospitales toda clase de desperdicios. Haciendo fuerza para voltearlos y meterse hasta el fondo. Apenas cubriéndose el rostro con una bufanda. Apretando los ojos y tomando entre las manos mezclas acuosas poco reconocibles. Sin pensar en los olores penetrantes de las miserias.

Otras ocasiones tuvo que lidiar con los borrachos, ladrones y mendigos quienes, con el tiempo, al verla pasar, en vez de robarle le regalaban monedas. Conoció de cerca a “los cartoneros o minadores” y compartió con ese gremio una actividad propia de “la gentecita de mala muerte”, según los comentarios de algunos vecinos.

María guarda en la memoria de su cuerpo las miradas y gestos de la gente en la calle: los niños de la escuela que jugando fútbol pateaban sus cartones, las señoras murmurando entre dientes con cierta expresión de repugnancia, ciertos turistas gringos felicitándola en ‘espanglish’ por su labor, haciéndole fotos, sorprendidos, los buenos samaritanos que de repente le ayudaban a colocar en el carrito los cartones pesados, compadeciéndola por ser “una pobre viejita”, o quienes solo pasaban empujándola, impávidos.


Redimiendo la desconfianza


–Para mí, confiar en la gente ha sido durísimo –confiesa y mira hacia el pasado.

Un día dejó de creer en los ofrecimientos de instituciones y fundaciones y decidió ser determinante y clara. Hacía falta una asociación autónoma que defendiera los derechos de los recicladores desde quienes sienten la necesidad y no desde quienes solo hablan de ella.

–Éramos cinco, después diez, hasta que un día vinieron recicladores del norte y del sur. Terminamos siendo 80. ¡Un griterío tremendo entre toditos! –recuerda.

Las primeras reuniones fueron en plena avenida 24 de mayo. Luego, en una bodega medio clandestina. Hasta que llegó el primer abogado que le recomendaron por ahí como asesor.

–Era un señor elegante. Vino una vez y desapareció.

Más tarde, sin embargo, otra persona llegó a cubrir esa necesidad.
Los problemas para dirigir adecuadamente la asamblea, detectados por el nuevo asesor, restringieron la participación de María al cargo de secretaria. Como desconocía sobre la redacción de actas y otros documentos, alguien más la reemplazó.

–A ver, doña María, tome nota –me decían–. Y yo solo avanzaba a escribir dos palabras. Todo me guardaba aquí –cuenta, apuntando con el índice su frente.

La directiva fue conformada y se inició el trámite de los estatutos. Empezó la lucha: mantener a la gente unida. Por la propia dinámica de la organización los miembros iban y venían. La disputa entre entusiasmos y antipatías era evidente. La necesidad de organizarse para que el reciclaje de base fuera reconocido como un trabajo, ciertamente, palpitaba en algún sitio. Lástima que los compromisos no siempre se asumían.

–Algunos solo hablaban pero ya cuando tocaba hacer no les gustaba. Las cosas no vienen del aire.

Para María, lo peor es el desinterés y la poca fe, actitudes imperdonables cuando se comparte el mismo origen y cuando se ha tenido que aguantar la misma injusticia, la misma exclusión e inequidad. Tan imperdonable como dejarlo pasar en lugar de denunciarlo en beneficio de la organización.


En el 2008, después de dos años, los estatutos de la Asociación de Recicladores Buena Esperanza de Pichincha fueron aprobados por el Ministerio de Inclusión Económica y Social del Ecuador (MIES). Desde el 2012 ocupa un centro de acopio construido por el Municipio de Quito: El CEGAN (Centro de Educación y Gestión Ambiental).

Lo cotidiano



De lunes a sábado, doña María llega al CEGAN a las ocho de la mañana. Con sus compañeras clasifica el material recogido, ordenan, limpian, le dan un valor agregado y lo dejan listo para la venta a empresas, como materia prima. Por las tardes y noches salen a recolectar a lo largo de una ruta que recorre los contenedores de la zona centro. También se retira material de instituciones públicas y privadas, de instituciones religiosas, fundaciones, hoteles, locales comerciales y farmacias.

–Si todos ponemos interés y amor al trabajo, todos ganamos –dice María, refiriéndose al funcionamiento del proceso. Las ganancias generadas con la venta de material clasificado y tratado se reparten por igual entre quienes integran la asociación. Por eso, ella inventa estrategias para optimizar las responsabilidades y los ingresos.

–¿Se puede vivir del reciclaje?
–Verá, nosotros ganamos según lo que recogemos y vendemos. Lo que sale de papel, cartón, PET y vidrio. Más o menos de 250 a 300 dólares por mes. Dependiendo. Con eso pasamos.

Actualmente la asociación está conformada por 18 personas, en su mayoría mujeres.

–Si ellas resisten más que los hombres en este trabajo es por pura necesidad –me dice María.

Conforme a una investigación realizada durante el 2012, en torno a la situación de las recicladoras en Cuenca, se involucran en el reciclaje porque representa una de las pocas oportunidades a las que pueden acceder, pese a sus condiciones de vida: bajos niveles de educación, responsabilidad directa en la manutención de varias cargas familiares y sobrecarga en el trabajo de cuidado.

Las facilidades de la informalidad terminan siendo una artimaña. Agudizan la pobreza de mujeres que de por vida permanecerán sometidas a empleos de riesgo y mala calidad, cadenas que no se cortan, que se aguantan y heredan por generaciones. “El reciclaje se aprende de unos a otros. Hay madres o abuelos que enseñan a sus hijos y ellos también seguirán enseñando” afirma otra mujer recicladora, compañera de doña María.

La mirada y la voz

A María le gusta aclarar que ya no es cartonera sino gestora ambiental. Lo dice con orgullo. Ocupar el primer eslabón en la cadena de reciclaje no le quita el sueño, pues comprende la importancia de su contribución y se entrega a su trabajo de hormiga todos los días. Sin hacer alarde.

–Quisiera decir a la gente que concientice –aconseja, con la voz de su experiencia–, si bota pañal y perro muerto donde van los desechos de reciclaje, nosotros nos enfermamos porque tenemos que sacar eso de ahí. También pedirles que no manden dando el material a particulares sino a quienes somos gestores autorizados. Nosotros no recibimos un sueldo por lo que hacemos. Muchos no lo saben pero ahora sí lo sabrán. ¡De favor, que miren menos y colaboren más!


A María le habría gustado tener una cámara de fotos para registrar cada momento. Primero me lo dice, luego se retracta y concluye que no le hace falta una cámara porque conserva lo vivido en un lugar único, “donde hasta lo que ya no sirve puede transformarse”.



martes, 15 de septiembre de 2015

La clase que se convirtió en un medio digital



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Por Elena Vásconez (Doris Pinos C.)


El aula de clase se esfumó por unas horas y la pizarra de tiza líquida pasó a ser el lugar idóneo para el esbozo de la planificación de un medio digital. Lo más interesante en el proceso de enseñanza-aprendizaje es experimentar el conocimiento y aprehenderlo a través de lo que es posible constuir con el otro. ¿Cómo funciona un medio digital?  Para quienes no hemos trabajado directamente en uno, la clase fue una oportunidad de descubrimiento.


Terminada la parte teórica y explicativa del curso, con base en algunos ejemplos sobre las distintas etapas por las que debe atravesar un medio digital, durante todo el ciclo de producción informativa y desde su misma creación, el reto consistía en ponerlo a funcionar. Pensar en el concepto del medio nos tomó tiempo. Sin embargo, definimos en principio las líneas generales y los objetivos. ¿Qué podría plantearse si parece que ya todo se ha hecho desde el periodismo? La resuesta era fácil. No íbamos a inventar el agua tibia pero tampoco se debían descuidar los princpios de todo ejercicio conciente, de toda apuesta, más cuando está naciendo.

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Sobre una mesa de comedor se inició el debate. Primero lo primero, dijimos. En el grupo somos distintos y aquello, justamente, hace que fluya lo diverso. Ponernos de acuerdo llevó tiempo, quizá porque, hablando desde la experticia, en la cotidianeidad profesional nos desenvolvemos en áreas distintas. Con todo, salió a la luz un punto de convergencia: El gusto por las expresiones artísticas. 

De una lluvia de ideas se concluyó que lo que hacía falta en la web era una agenda cultural que recopilara, desde una mirada no institucional ni elitista, la biografía de personajes, los eventos, conciertos, lugares y actividades desarrolladas tras los bastidores de lo masivo, es decir, lo bizarro y escondido en Quito. Lo que no aparece en los medios tradicionales.De a poco la conversa de tornó interesante. “¿Qué entendemos por cultura?; ¿En quiénes se enfocaría la propuesta?; ¿Qué presentaríamos y cuál sería nuestro valor agregado?” eran algunas preguntas respondidas en colectivo. Al final, nuestro propósito central tuvo que ver con lo dicho. 

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Empezamos buscando un nombre para el medio. Durante algunas horas no se vieron resultados. Nos agradaba mucho “El florón” por el juego tradicional quiteño, pero luego acordamos hacer uso de “la otra agenda” puesto que facilitaría la búsqueda en google y claro, guardaba una mayor relación con lo planteado. Pensar en un identificativo tampoco fue como soplar y hacer botellas. Había que buscar un concepto, una intensión, un sentido.

Seguidamente, definimos cada paso estipulado en el flujo de proceso y las estrategias. Delimitamos los grupos internos de trabajo y las responsabilidades. Aprendimos que crear un medio digital y producir información implica la suma del esfuerzo personal y grupal. Entonces fue necesario ubicar las capacidades de cada uno y, de acuerdo a ello, los roles. Como ya nos conocemos, se postuló a cada compañera y/o compañero del grupo como responsable de cada área analizando su experiencia y afinidad. 

En la etapa del trabajo en clase lo más destacado fue la presentación continua de los avances y la retroalimentación. Metodológicamente, escuchar y dejarse escuchar brinda dos posibilidades. Primero, al conocer los trabajos de los otros logramos asimilar nuevas miradas. Segundo, recibimos sus comentarios para el mejoramiento de nuestro proyecto. Fue un ejercicio que contribuyó significativamente a la puesta en marcha de lo que nos propusimos.




Si bien los tiempos han cambiado, la esencia de la enseñanza en el aula debe estar apalancada en la cercanía del docente y en su postura ética en el saber acompañar. Observar, en medio de un aula tan moderna, el gesto amable y sencillo de una maestra cuya hoja de vida evidencia su experiencia académica, hizo que la calidez y el consejo, como en otros tiempos, estuvieran presentes a manera de guía. Asumiéndonos mutuamente desde lo que somos. Quizá en el recuerdo del tiempo escolar.

En otro orden, el trabajo de producción de contenidos, reportería y diseño continuó fuera del aula con matices interesantes. El énfasis de incorporar al proyecto las expresiones de lo urbano y sus culturas, pensadas no solo desde lo artístico sino como filosofía de vida e incluso como postura política, nos permitió, por un lado, re-definir el ejercicio periodístico en sí mismo a partir de la reorientación de su función social descubriendo nuevos mundos desde el reconocimiento del otro. Algo que, desde el inicio de la clase, fuera un principio integrador y trascendente, al menos para quienes apostamos por la consecución de un nuevo periodismo. Las cosas se aprenden desde el ser y hacer con los demás. 

jueves, 10 de septiembre de 2015

¿A quién no le ha pasado algo así en una institución educativa?





Por: Elena Vásconez.

Acto 1: Cada cierto tiempo hay que mandar al colegio 18 dólares para la compra de libros como "El primer amor"; "Ayúdanos a encontrarla" y otros. “Algunas madres, en secreto, afirman que, aunque a veces no se tiene, hay que sacar de dónde sea” y esa además es una constatación real. La ley asegura que la educación es gratuita y que están terminantemente prohibidos los cobros extras. Peor aún esconderlos bajo el nombre de “voluntario” cuando la intensión es redondear el sueldo con el mínimo esfuerzo y sin pensar en el bolsillo de los padres.


Acto 2: Con el pago de los servicios básicos, hasta hace poco, por un dólar más, se podían escoger un sinnúmero de obras de autores de la literatura ecuatoriana reconocidos por la Casa de la Cultura. Obras que incluían en sus páginas desde cuentos y novelas, hasta el peso de la pluma de grandes literatos quienes aportaban desde la palabra en la construcción de historia e identidad. Esos sí eran libros que nos hacían pensar y plantear preguntas.


El resultado: Silencio total. Temor a decir las cosas y temor a la represalia. Unos cuantos desubicados diciendo que no es un negociado sino la buena intensión de quien manda a comprar los libros como un favor para evitarles ese esfuerzo a los padres. Que no importa lo que los hijos lean sino que estén ocupados siquiera en algo mientras llegan del trabajo. Que hay que pagar no más para no quedar mal.
Sin embargo, este ha sido el argumento que se lleva la delantera: “el que quiera estudiar en este colegio que pague (pese a ser municipal), o sino que les saquen a los hijos de aquí y se vayan a un fiscal porque como este es un colegio de prestigio solo deben venir alumnos que tengan las condiciones económicas, incluso pensando en no bajarle la clase social a la institución”. Luchar por lo justo es un acto de valentía pero tiene un costo.

¿Qué es lo éticamente correcto si de por medio están los hijos? ¿Ejemplo o riesgo? La pulga vrs. El elefante. Indignación.

viernes, 29 de mayo de 2015

Para ella, el Día de la Madre se acabó


(Publicado en La barra espaciadora. 2015/05/10).

https://mavizu.files.wordpress.com

Por Doris Pinos C.*
Estela Salomé Gutiérrez prefiere no celebrar nunca más el Día de la Madre. La mujer de 45 años tiene cinco hijos y está segura de que mayo es un mes ingrato y doloroso. Pone mi mano en su pecho, toma aire y me pide que sienta cómo vibra el vacío en lo poco que le ha quedado de corazón. “Una caja sin nada tengo aquí”, me dice doña Estelita.
Un día de esos, el operativo antidrogas llegó a su casa justo cuando mariachis, hijos, amigos y conocidos cantaban para ella, a viva voz, todos tienen una madre, ninguna como la mía… “Sentí que me iba a morir cuando vi por la ventana de la cocina a unos tipo militares armados. Eran del GIR (Grupo de Intervención y Rescate). Se me nubló todo y lo siguiente que vi fue a ellos queriéndome arrancar de los brazos a mis hijos. Ellos, pobrecitos, no sabían lo que pasaba.Los tenía agarrados de mis piernas llorando y gritando: ‘¡Señores, no se lleven a mi mami!’. Pero, no hubo tiempo de nada. Hasta los mariachis se fueron con nosotros. Les encerraron casi tres días para investigaciones. En las noticias había dicho un ministro que tuvieron éxito. Pero la vida se acabó para mí ese día de mayo. Lo perdimos todo. Mi esposo está en el penal para 25 años por implicación con una red mundial de narcotráfico. Yo lo sabía todo pero no pude hacer nada. Nadie tiene por qué juzgar. Nadie sabe cuándo le puede pasar algo como esto. No hay que escupir al cielo porque le cae en la cara”.
Doña Estelita guarda, en una caja de madera adornada con flores, cartas llenas de garabatos infantiles y dibujos. Sentada sobre la tira de esponja a la que llama colchón, nos muestra –a Toña Ibarra y a mí– las fotos de sus hijos.Toña, que lleva 7 años encerrada por microtráfico de drogas, es su compañera de celda. A ella la encanaron por vender en la esquina de un mercado junto a sus dos hijos, uno de 3 años y otra de apenas 6 meses.
Como ya es hora de almuerzo, Toña parte en dos una presa de pollo pequeña, desabrida, grasienta, fría y casi cruda que le han dado en el rancho del día anterior. La coloca en otro plato de loza con rajaduras y la compartimos. Un poco de arroz por plato. Un pedazo de papa dura para cada una. El gesto.
***
Hacía ya algún tiempo que mis intentos por entrar al Centro de Rehabilitación Social Femenino de Quito (Crsfq), para hacer investigación de campo sobre las mujeres presas, se habían complicado. La imposibilidad de lograr acercamientos y la presión por utilizar más bien versiones oficiales sobre el estado situacional “favorable” de las internas, en medio de un sinnúmero de consejos, intrigas y recomendaciones de cuidado, ya me auguraban la dificultad. Algunos funcionarios del lugar ensayan calificativos para estigmatizar a las detenidas: “En la cárcel hay que tener mucho cuidado, varias de las que están aquí son peligrosas, se creen víctimas y siempre ven el lado negativo en todo. Son malagradecidas porque el Gobierno les apoya. Les encanta el vicio y no se quieren recuperar ni por amor a sus hijos. Son vagas,  mentirosas y siempre están entrando y saliendo de aquí por culpa de los maridos”. Afuera, las enormes y oscuras puertas de metal –además de inspirar una sensación de pequeñez e impotencia– son el muro divisorio entre dos mundos. Pero en este punto, los destinos invisibles y las historias olvidadas se juntan, revolviéndose en el trajinar cotidiano de familiares, abogados y policías. Tras las puertas, una vez realizada la requisa de pies a cabeza y la confiscación de objetos considerados sospechosos, dos o tres sellos en azul oscuro se aplastan fuertemente contra el antebrazo. Siglas, nombres y dibujos raros para evitar confusiones entre lo correcto y lo incorregible. “¡Listo, puede entrar!”, dicen las guardias.
Lo primero que salta a la vista en el patio, encima de los barrotes externos de las celdas de los pisos más altos, es la ropa colgada como banderines de una patria en libertad que está en otro sitio. De esas prendas chorrea agua con restos de jabón. “Peligrosas”. “Malagradecidas”. “Vagas y mentirosas”. ¿Qué significa ser una delincuente peligrosa? ¿Cuál es el sitio de lo seguro?
Huele a húmedo. Hace frío.
http://almomento.net

Aquella ocasión, las guardias de turno me recibieron menos molestas que de costumbre. A vísperas del Día de la Madre, el ambiente festivo también movía las fibras de las uniformadas. Una casual y amena conversa sobre lo difícil que es asumir la maternidad en soledad y el esfuerzo que implica el cuidado de los hijos copó nuestra atención. Risas, anécdotas, confesiones. El despiste me permitió entrar con todo y pertenencias.
Me habían recomendado ubicar a doña Estelita por ser la presidenta del Comité de Internas Mujeres Luchadoras, pero no pudimos encontrarnos, en principio. Ella estaba en alguna reunión, así que, mientras la esperaba, continué caminando. La cárcel parecía una acuarela de muchos colores: entre tanto recoveco sombrío, se asomaba un esfuerzo vital por representar la luz. El eco, el timbre y el volumen de sus voces; tonos y palabras para nombrar lo visible y lo que hay que inventarse para sortear el olvido; gestos duros y medio amorosos, a la vez; maquillaje, ojos y pestañas delineadas, torsos semidesnudos, trazos de entradas y salidas, tatuajes descoloridos, relatos violentos, cicatrices en la cara. Fisuras.
“Oiga, niña, ¿a quién le damos llamando? Diga, no más, cincuenta centavitos le cuesta”.
“A una de las nuevas le ha de venir a ver, porque esta no tiene cara de que le hayan cogido.”
Subí a uno de los pabellones. El corredor era oscuro. Las cortinas rojas, simples, lucían, no obstante, rigurosidad en la hechura de los moños. Al fondo, una imagen enorme de Jesús del Gran Poder crucificado daba la bienvenida. Todo se distorsionaba con el alto volumen del coro: Miénteme, engáñame, pero no me lastimes. Sácame la vuelta y si te vas, llévame contigo.
Con capacidad para 360 reclusas, en el Centro estaban hacinadas unas 500 mujeres, varias de ellas, con sus niños pequeños. Con recelo golpeé el candado contra la puerta de metal y salió una señora a preguntar qué quería. Durante unos minutos, con mi grabadora encendida, charlamos –si el vaivén de frases protocolarias se puede entender como una charla–. Casi a punto de salir del sitio, tres internas se acercaron: “¿Es de un medio de comunicación? Porque siempre hemos querido que vengan para decirles la verdad”. Quise responderles, pero el grito de una de ellas no me dio tiempo: “¡Vengan, vengan, ha venido una señorita de la radio y todas pueden hablar y mandar saludos a los hijos que están en las Españas y en otros países! ¡Llamen a todas!”.  En menos de cinco minutos, estaba rodeada de treinta mujeres con quienes nos acomodamos alrededor de una mesa de comedor. Lourdes y Rosa tomaron la posta. Solo hablarían quienes quisieran y respetando su turno. Por orden superior, ninguna tenía autorización para expresarse si antes su criterio no era escuchado y aprobado por las autoridades. Hacerlo significaba enfrentarse al aumento de la pena, el traslado a otros centros temidos por su peligrosidad o la suspensión de visitas durante largo tiempo.
“La basura vale más que nosotras”. “No hay agua para el aseo”. “El sistema sanitario está podrido”. “Dormimos cinco en un espacio diminuto y nos asfixiamos”…
Alguien preparaba algo de comer y otras cuidaban la puerta por si hacía su arribo inesperado la guardia de turno.
“Señor presidente, le invitamos a que nos visite no solo para pedir el voto sino para que vea cómo vivimos aquí sin nuestros hijos. Por lo que más quiera, ya no meta más gente en la cárcel”. “La mayoría de las que estamos aquí somos gente pobre y nos han cogido por arranchar una cartera”. “No somos víctimas. Aquí hay compañeras capaces, trabajadoras. Saben hacer desde manualidades y algunas hasta tienen profesión. Buscamos formas para ganarnos la vida porque afuera hay que mantener a los hijos”. “Si algo hemos hecho mal lo estamos pagando. Si hemos cometido un error, no por eso dejamos de ser personas”. “Aquí se aprende a ser solidarias cuando vemos que no hay quien les venga a dejar ni una pasta dental, y si alguien amaneció triste le vamos a ver aunque sea con un dulcecito”. ¡Aplausos!
Los sentimientos represados se descubrieron conforme afloró la confianza y la cercanía. Denuncias, iras, dolores, anhelos, recuerdos y sueños. Un expediente sucio como tus actos, como el asqueroso lugar de donde procedes por ser mujer, por ser pobre, madre sola, puta, ladrona y paquetera de la calle. El desprestigio, la mala madre, el mal ejemplo y la vergüenza de la sociedad. Permanecí en silencio. Cada palabra o gesto no podían sino taladrar la susceptibilidad y las entrañas de cualquier mortal por más fuerte que fuera. Un golpe bien dado en toda la cara diciendo: ¡despierta y deja la impavidez! ¡Un toletazo! Una patada con venganza en el bajo vientre. Un insulto. Una amenaza. Y toda esa emoción nos amortiguó. Tenía las piernas inmóviles y el entendimiento extraviado. Habían pasado varias horas cuando alguien entró corriendo para informarnos que las guardias estaban subiendo. Muy asustadas, todas se levantaron con el temor de que sus nombres fueran revelados en las grabaciones, pero ya era tarde. Mi presencia irrespetaba el horario de visitas, así que salí como pude. Una vez en el graderío, cuatro guías penitenciarias me tomaron por las muñecas, sacándome a empujones hasta la puerta principal. Su sorpresa al saber que se me había permitido la entrada con cartera, con un aparato de audio y el celular, fue grande. Se desplegó frente a mí un cerco policial y empezó el interrogatorio hostil, el jaloneo y la incómoda requisa. De inmediato, llamaron a la Directora del Centro. Me quitaron la grabadora para reproducir públicamente y en alto volumen el contenido de lo registrado. Ninguna explicación fue válida. Alguien dijo que la responsable de las internas estaba por acercarse a rendir declaraciones sobre lo que yo había hecho con las mujeres. Ella recibiría un castigo ejemplar por el descuido y quienes me permitieron la entrada, también. La angustia me paralizó.
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De alguna parte salió una señora de mediana estatura, tez trigueña y cabello rizado. Lucía apurada, nerviosa y tan asustada como yo. Luego nos enfrentaron cara a cara, pero poco antes, ella se había puesto junto a mí. En escasos segundos de tenernos cerca le pude decir mi nombre. “No quiero perjudicar a nadie –alcancé a confesar, con disimulo–. Vine a conversar con ustedes, a escucharles”. La complicidad nos calmó el sudor. Nos miramos. Sus ojos transparentes tenían luz. Me dijo: “Yo no le conozco. Prométame que no va a poner en evidencia a las compañeras, porque habrá represalias. Deme su palabra”. Enseguida, ella argumentó que yo le había entregado un oficio con la aprobación de instancias superiores para el desarrollo de un trabajo de investigación. Luego, entramos todos a la oficina. El corazón se me detuvo cuando pusieron play. 3 horas o más de grabación empezaron a rodar ante los atentos oídos de policías, guías, autoridades y funcionarios: “Yo solo quiero decir a mis hijos que hagan caso a la abuelita, ella me los cuida. Que se le pide a Dios, además del perdón, la bendición para ellos aunque con lágrimas en los ojos”. “En este país es un delincuente el que roba una gallina. ¿Dónde están ahora los que se han robado la plata de todos los ecuatorianos? ¿No son ellos más delincuentes que nosotras? Para los platudos el delito de peculado y para nosotras el de robo”. “La justicia es invisible porque no se ve y no se aplica por igual”.
Luego de los testimonios de las reclusas, se reprodujo la primera entrevista que había hecho. Ese mismo vaivén de frases protocolarias que parecían no decir nada nos salvó y fuimos declaradas inocentes. Después de la absolución, la mujer a quien deseaba hacerle una entrevista me susurró una frase demostrando su lealtad y complicidad aun sin conocerme. Doña Estelita y yo nos conocimos así. Las cuatro paredes, las fotografías descoloridas de hijos, madres y familiares. El olor a perfume de a dólar, a hierba, a bazuco y fritura. Las enfermedades del alma y del cuerpo. El compartir la inhumanidad de la reclusión. La solidaridad, la unión y la defensa de una esperanza. Aferrarse a la vida como un acto de rebeldía. Ponerse en los zapatos de la compañera. Mirarse en ella. La crueldad, la miseria, la violencia, la muerte y el afecto enfrentados al extremo.
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¿Qué quiere castigar la cárcel? ¿Acaso no es más cruel que un robo la desatención de las necesidades básicas y la violación de los derechos humanos fundamentales mucho antes de la pena? ¿Quién hace más daño a quién?
En el ex Centro de Rehabilitación Social Femenino o Cárcel de Mujeres de El Inca, en Quito –ahora cerrado luego del traslado de las internas a la Regional Cotopaxi, cerca de la ciudad de Latacunga–, se evidenció que el 80% de mujeres privadas de libertad estaban acusadas por delito de microtráfico de drogas o trabajo de mulas. Ellas eran parte del eslabón más empobrecido y explotado en la cadena de narcotráfico transnacional. De este porcentaje, la mayor parte eran madres cabeza de hogar. Pero, las cifras, las estadísticas, jamás me hubieran brindado la experiencia de palpar, en las manos frías, sudorosas y desconfiadas de otra como yo, el dolor, la angustia, la lucha y la irreverencia.
Antes de que los girasoles amarillos, colocados en la habitación de Estelita y Toña para reivindicar los afectos frente a tanta hostilidad, se marchitaran, nos abrazamos entrañablemente. Mientras iba de regreso, recordé que hacía unos años había leído por casualidad en la primera plana de diario Extra“Mariachis y narcos encontrados infraganti. Exitoso operativo antinarcóticos captura a malhechores del hampa en el día de la madre”. El pañuelo que es el mundo.
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* Doris Pinos (Elena Vásconez): Investigadora social, comunicadora, periodista y gestora para el desarrollo. Activista y colaboradora en procesos políticos participativos con organizaciones sociales. 

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