Por Elena Vásconez / Fotografía Florent Tribalat
María Hermiña trabaja como recicladora de
base en el Centro Histórico de Quito, desde hace diecisiete años.
Conoce a fondo las intimidades de esta ciudad, ‘La carita de Dios’, y se
ocupa de limpiarle la conciencia.
María puede devolver la vida a lo que
otros desechan y tiene un liderazgo innato. No en vano gestó la primera
asociación de recicladores de Quito, en el sector de la avenida 24 de
Mayo.
En la planta baja de una casona antigua, cerca de La Ronda, alquila un
cuarto. Por su horario de trabajo no pasa tanto tiempo allí pero
colabora con las vecinas y alimenta a los perros callejeros que la
esperan con los ojos pegados a la puerta de calle.
–Doña Mari, ¿por dónde empezamos? –le digo. Ahora sí podemos conversar en paz, sin corretear de un lado a otro.
–Mejor nos sentemos –responde. Mientras tomo mi lugar, ella va a la cocina y abre una funda de caramelos–.
Más que sea unito para endulzar la vida y estar contentos…
Frescos, manzanas o cartones
Antes de reciclar, María realizó un
sinnúmero de oficios. Desde el lavado de ropa, la venta ambulante de
frescos y frutas, hasta las tareas de cuidado. Recuerda cuando,
escondida en los zaguanes, esquivaba con rapidez el olfato feroz de los
policías municipales. Siete veces durmió en la celda con su hijo recién
nacido. A pesar de todo, ella asegura que jamás se ha doblegado.
–Al reciclaje ingresé por una amiga que me convenció. Yo pensaba: no, eso es sucio. ¿Qué dirá la gente si me ve?
Sí, al principio sintió vergüenza, pero
las obligaciones pesaron más. En poco tiempo aprendió a recoger y a
clasificar la basura por su cuenta. No necesitaba títulos ni experiencia
previa. Solo la intuición. Las primeras veces, por una camioneta llena
de material le pagaban un dólar. De eso le restaban el costo de la
carrera.
–¿Han cambiado las cosas, Doña María?
–(…).
Prefiere mostrarme su primer coche. Lo
guarda en una esquina del cuarto. Refundido entre utensilios y zapatos. A
ella le resultó casi lo mismo. No importaba si eran frescos, manzanas o
cartones.
Los datos señalan que 24 millones de
personas en el mundo realizan labores de reciclaje en distintas etapas.
El 80% de estas actividades se ubican en la economía informal (WIEGO). Según la OIT a este tipo de economía se incorpora el trabajo precario.
Existen distancias irreconciliables entre
el porcentaje, la definición conceptual y la experiencia. Quien mejor
que ella para ganarle en evidencia al político de turno o al intelectual
de escritorio. Sabía bien lo que era tener un trabajo precario. Mínima
retribución por largas y extenuantes horas de caminata, sin horario fijo
ni salario básico. Sin seguro social ni reconocimientos de ley. Sin
vacaciones ni domingos de parque. Su vida ha sido pisar el pavimento
ardiente o escapar del aguacero. Cero garantías. Solo la calle.
Reciclar en esas condiciones tenía sus
propios agravantes: fueron incontables las veces en las que debió sacar
de los dispensadores de mercados y hospitales toda clase de
desperdicios. Haciendo fuerza para voltearlos y meterse hasta el fondo.
Apenas cubriéndose el rostro con una bufanda. Apretando los ojos y
tomando entre las manos mezclas acuosas poco reconocibles. Sin pensar en
los olores penetrantes de las miserias.
Otras ocasiones tuvo que lidiar con los
borrachos, ladrones y mendigos quienes, con el tiempo, al verla pasar,
en vez de robarle le regalaban monedas. Conoció de cerca a “los
cartoneros o minadores” y compartió con ese gremio una actividad propia
de “la gentecita de mala muerte”, según los comentarios de algunos
vecinos.
María guarda en la memoria de su cuerpo
las miradas y gestos de la gente en la calle: los niños de la escuela
que jugando fútbol pateaban sus cartones, las señoras murmurando entre
dientes con cierta expresión de repugnancia, ciertos turistas gringos
felicitándola en ‘espanglish’ por su labor, haciéndole fotos,
sorprendidos, los buenos samaritanos que de repente le ayudaban a
colocar en el carrito los cartones pesados, compadeciéndola por ser “una
pobre viejita”, o quienes solo pasaban empujándola, impávidos.
Redimiendo la desconfianza
–Para mí, confiar en la gente ha sido durísimo –confiesa y mira hacia el pasado.
Un día dejó de creer en los ofrecimientos de instituciones y fundaciones
y decidió ser determinante y clara. Hacía falta una asociación autónoma
que defendiera los derechos de los recicladores desde quienes sienten
la necesidad y no desde quienes solo hablan de ella.
–Éramos cinco, después diez, hasta que un día vinieron recicladores del
norte y del sur. Terminamos siendo 80. ¡Un griterío tremendo entre
toditos! –recuerda.
Las primeras reuniones fueron en plena
avenida 24 de mayo. Luego, en una bodega medio clandestina. Hasta que
llegó el primer abogado que le recomendaron por ahí como asesor.
–Era un señor elegante. Vino una vez y desapareció.
Más tarde, sin embargo, otra persona llegó a cubrir esa necesidad.
Los problemas para dirigir adecuadamente
la asamblea, detectados por el nuevo asesor, restringieron la
participación de María al cargo de secretaria. Como desconocía sobre la
redacción de actas y otros documentos, alguien más la reemplazó.
–A ver, doña María, tome nota –me decían–. Y yo solo avanzaba a escribir
dos palabras. Todo me guardaba aquí –cuenta, apuntando con el índice su
frente.
La directiva fue conformada y se inició
el trámite de los estatutos. Empezó la lucha: mantener a la gente unida.
Por la propia dinámica de la organización los miembros iban y venían.
La disputa entre entusiasmos y antipatías era evidente. La necesidad de
organizarse para que el reciclaje de base fuera reconocido como un
trabajo, ciertamente, palpitaba en algún sitio. Lástima que los
compromisos no siempre se asumían.
–Algunos solo hablaban pero ya cuando tocaba hacer no les gustaba. Las cosas no vienen del aire.
Para María, lo peor es el desinterés y la poca fe, actitudes
imperdonables cuando se comparte el mismo origen y cuando se ha tenido
que aguantar la misma injusticia, la misma exclusión e inequidad. Tan
imperdonable como dejarlo pasar en lugar de denunciarlo en beneficio de
la organización.
En el 2008, después de dos años, los
estatutos de la Asociación de Recicladores Buena Esperanza de Pichincha
fueron aprobados por el Ministerio de Inclusión Económica y Social del
Ecuador (MIES). Desde el 2012 ocupa un centro de acopio construido por
el Municipio de Quito: El CEGAN (Centro de Educación y Gestión
Ambiental).
Lo cotidiano
De lunes a sábado, doña María llega al CEGAN a las ocho de la
mañana. Con sus compañeras clasifica el material recogido, ordenan,
limpian, le dan un valor agregado y lo dejan listo para la venta a
empresas, como materia prima. Por las tardes y noches salen a recolectar
a lo largo de una ruta que recorre los contenedores de la zona centro.
También se retira material de instituciones públicas y privadas, de
instituciones religiosas, fundaciones, hoteles, locales comerciales y
farmacias.
–Si todos ponemos interés y amor al trabajo, todos ganamos –dice
María, refiriéndose al funcionamiento del proceso. Las ganancias
generadas con la venta de material clasificado y tratado se reparten por
igual entre quienes integran la asociación. Por eso, ella inventa
estrategias para optimizar las responsabilidades y los ingresos.
–¿Se puede vivir del reciclaje?
–Verá, nosotros ganamos según lo que
recogemos y vendemos. Lo que sale de papel, cartón, PET y vidrio. Más o
menos de 250 a 300 dólares por mes. Dependiendo. Con eso pasamos.
Actualmente la asociación está conformada por 18 personas, en su mayoría mujeres.
–Si ellas resisten más que los hombres en este trabajo es por pura necesidad –me dice María.
Conforme a una investigación realizada durante el 2012, en torno a la situación de las recicladoras en Cuenca,
se involucran en el reciclaje porque representa una de las pocas
oportunidades a las que pueden acceder, pese a sus condiciones de vida:
bajos niveles de educación, responsabilidad directa en la manutención de
varias cargas familiares y sobrecarga en el trabajo de cuidado.
Las facilidades de la informalidad
terminan siendo una artimaña. Agudizan la pobreza de mujeres que de por
vida permanecerán sometidas a empleos de riesgo y mala calidad, cadenas
que no se cortan, que se aguantan y heredan por generaciones. “El
reciclaje se aprende de unos a otros. Hay madres o abuelos que enseñan a
sus hijos y ellos también seguirán enseñando” afirma otra mujer
recicladora, compañera de doña María.
La mirada y la voz
A María le gusta aclarar que ya no es cartonera sino gestora ambiental.
Lo dice con orgullo. Ocupar el primer eslabón en la cadena de reciclaje
no le quita el sueño, pues comprende la importancia de su contribución y
se entrega a su trabajo de hormiga todos los días. Sin hacer alarde.
–Quisiera decir a la gente que concientice –aconseja, con la voz de
su experiencia–, si bota pañal y perro muerto donde van los desechos de
reciclaje, nosotros nos enfermamos porque tenemos que sacar eso de ahí.
También pedirles que no manden dando el material a particulares sino a
quienes somos gestores autorizados. Nosotros no recibimos un sueldo por
lo que hacemos. Muchos no lo saben pero ahora sí lo sabrán. ¡De favor,
que miren menos y colaboren más!
A María le habría gustado tener una cámara de fotos para registrar cada
momento. Primero me lo dice, luego se retracta y concluye que no le hace
falta una cámara porque conserva lo vivido en un lugar único, “donde
hasta lo que ya no sirve puede transformarse”.