viernes, 19 de agosto de 2016

Los distractores…

celesteprize


Antes de sentarse frente al computador cierre los ojos. Piense en los pájaros y siéntase uno de ellos. Vuele alto, cuidando no enredarse entre los cables de luz y las colas de las cometas.

Sea libre, concéntrese.

Si las voces continúan zumbándole al oído, hágales caso. Vaya por un café. Llame al amigo de hace años. Limpie los polvos de la ventana. Arregle el álbum de fotos o pasee al perro (sobre todo si es una tarde calurosa).

Cuando sienta que es hora de retomar, colóquese frente al computador. Abra el documento. Ubique el cursor en el extremo izquierdo, pero antes, revise el correo, los mensajes del teléfono y el chat.  Cambie su foto de perfil y échele un vistazo a sus amigos en Facebook.

Vaya por otro café. Cierre los ojos. Conviértase en pájaro.
Vuele alto, cuidando no enredarse entre los cables de luz y las colas de las cometas.

Sea libre, concéntrese.

Si las voces continúan zumbándole al oído, hágales caso…


Quizá no sea una cuestión de tiempo.

sábado, 25 de junio de 2016

“¿Se acuerda de mí?, maestra Gómez”


Publicado en La Línea de Fuego Cultural.






Por Elena Vásconez / 8 Junio 2016
“Tiene una semana para largarse de aquí, a donde no le lleguen ni los rayos del sol”, salió gritando enfurecida la inspectora Gómez. Cerrándome la puerta en plena cara. Horas más tarde, cuando corrieron lista, ya nadie me nombró, aunque yo seguía en el pupitre de siempreesbozando a lápiz la forma del anciano con alas enormes encontrado en el patio de Pelayo. El ángel cautivo que alborotó, sin darse cuenta, a todo el vecindario.
Después de recreo, la inspectora Gómez volvió a buscarme. Esta vez junto a cinco maestras que apenas había visto pasar por ahí con regla en mano y gritos destemplados. El batallón del terror interrumpió la clase de sociales que iniciaba y me llevó, casi de un brazo y otro, a un aula apartada. Cerraron la puerta con doble seguro. Me sentaron en medio. Por la cercanía, percibí una mezcla extraña de olores. El aroma penetrante del perfume caro que utilizan las señoras versus el casi imperceptible dulzor de la colonia “Mujercitas” que me regaló mi abuela el día de la primera comunión.
                                                —————————————
Al inicio, el regaño fue por la apariencia. Así que, mientras la retahíla de acusaciones fluía y entraban en calor, sobre todo ellas, porque yo estaba más fría que una lagartija, fui retirando las cascaritas de esmalte azul metálico de mis uñas y, con la manga del saco, me limpié, al apuro, el brillo de labios sabor a naranja. Yo se fregó, dije calladito. Empezó el dolor de estómago.   
Las maestras venían con el mensaje que la rectora mandó a decir. “Por orden de la autoridad y por la gravedad de su falta, el colegio le hace extensiva la siguiente solicitud”:
(Resumiendo)
Retirar la documentación personal sin dejar huella en los archivos de la institución; desocupar, con carácter urgente, un cancel viejo donde guardaba cuadernos, esferos de color con escarcha y golosinas; además, si alguien hacía preguntas, tenía la obligación de responder que me iba por motivo de viaje. “Usted invéntese a dónde”, insinuaron. A España, al Medio Oriente o a la Antártida. Mientras más lejos mejor.
¿Puedo decir que me voy a morir? –pregunté-.
Se miraron unas a otras.
Como sentí que me querían borrar del mapa…
                                         ——————————————–
“A ver, le aclaro que esta no es una expulsión. El colegio no es lugar para las adolescentes que van a ser madres y han fracasado. Mejor quédese en la casa. En esas condiciones, por usted nadie dará un solo centavo”, argumentó la inspectora Gómez concluyendo la frase con un “le deseamos suerte” medio desabrido y desconcertado, quizá porque se vio a sí misma varios años antes de ser inspectora.
“Hay unos cursos de tejido y cocina. Eso le puede servir para que le haga unas chambritas a su hijo o hija y para que se adapte a la nueva vida que usted misma escogió”- me aconsejó otra maestra-.
“Oiga, ¿se va a casar? ¿Quién es pues el padre del guagua?”  -preguntaron-.
“Yo creo que puede estudiar belleza, aunque con un hijo y el marido le veo complicado…” -dijo alguien más-.
“Lo que sí mijita, quedarse sola no es bueno. De las madres solteras siempre hablan y no vale andar en boca de todo mundo. Usted tan feita no es, así que, de no ser con el padre del guagua, busque a alguien y pídale el favor” -Todas asintieron-.
                                              —————————————-
¿En qué nos parecíamos el viejo con alas enormes y yo? Mientras los vecinos de ese cuento que tanto amé hacían toda clase de conjeturas sobre el futuro del viejo con alas enormes, sobre mi vida las maestras auguraban lo propio.
No se podía esperar más de una muchacha que hizo cosas de grandes. “Eso le pasa por andar de loca y en la calle”. “Con uno y con otro ha de ver estado”. “No ha de saber ni quién es el padre” murmuraban a mis espaldas. En ese tiempo ningún decreto prohibía la expulsión de las alumnas embarazadas. Había la libertad de juzgar y cerrar las puertas de los colegios a las madres adolescentes y a sus hijos. Lavándose las manos hipócritamente.
¿Y si la embarazada fuera su hija? – qué ganas de decirlo, pero no-.
Como repitieron hasta el cansancio que la juventud no tiene valores, regresé al aula, guardé las cosas en mi mochila y quise salir de inmediato. Casi sin regresar a ver. No por falso orgullo sino por miedo, por pánico frente al hecho de no saber qué hacer ni a dónde ir. A la final, cuando intenté atravesar el portón grande nadie me detuvo.
                                                —————————————–
Por primera vez corrí como un animalito salvaje y libre, sintiendo ansias de largarme en serio y no volver nunca más. Maldiciendo, triste a la vez. Las lágrimas se perdieron entre lo que no pude decir para defenderme. En la reunión inquisidora, las maestras hablaron por tres horas seguidas. Yo solo pedí disculpas e hice una pregunta. Nada más.
Durante los nueve meses siguientes soñé con la sentencia de la inspectora Gómez. Eso de “por ti nadie dará un centavo” me causaba pesadillas y hasta creí que era verdad. Sin embargo, al poco tiempo, un colegio nocturno, por el que nadie daba un solo centavo, me abrió las puertas con mi hija en brazos y con mis ganas de continuar. Ser parte de la gente a la que nadie le tiene fe me hizo cabrear tanto que un día dije ¡Se jodieron!
En cierta ocasión, volví al colegio del que me expulsaron. Antes, lo pensé varias veces. Eso de dejar pendientes no es lo mío. En fin, el lugar aún olía a tinta de esfero y sonaba la radio en la conserjería. Entre los pasillos caminaba la inspectora Gómez. Volví a los 16 y de nuevo tuve ganas de salir corriendo. ¡Piensa cabecita y detente corazón!  Han pasado diez años. ¡Esta vez no te expulses tú! ¡Qué carajos!
-“¿Se acuerda de mí?, maestra Gómez” – al inicio le costó-.
-¿Cómo te fue? ¿Qué hiciste de tu vida?- dijo un tanto nerviosa-.
-Sabe, nunca fui a la Antártida, aunque me hubiese encantado -respondí-.
-En ese momento no supe cómo actuar con las alumnas embarazadas. Yo quise, yo pensé que lo mejor era…-.
-Profesora Gómez, sólo quería agradecerle. Su frase del centavito fue una sentencia y un aprendizaje-.
-Estas flores son para usted-.
De ahí en adelante pude cantar sin culpas “cinco centavitos de felicidad”, a propósito de…

sábado, 12 de marzo de 2016

María, una mujer con la conciencia limpia



(Texto publicado en La línea de Fuego y en Ecuador Libre Red)





Por Elena Vásconez / Fotografía  Florent Tribalat

María Hermiña trabaja como recicladora de base en el Centro Histórico de Quito, desde hace diecisiete años. Conoce a fondo las intimidades de esta ciudad, ‘La carita de Dios’, y se ocupa de limpiarle la conciencia.

María puede devolver la vida a lo que otros desechan y tiene un liderazgo innato. No en vano gestó la primera asociación de recicladores de Quito, en el sector de la avenida 24 de Mayo.

En la planta baja de una casona antigua, cerca de La Ronda, alquila un cuarto. Por su horario de trabajo no pasa tanto tiempo allí pero colabora con las vecinas y alimenta a los perros callejeros que la esperan con los ojos pegados a la puerta de calle.


–Doña Mari, ¿por dónde empezamos? –le digo. Ahora sí podemos conversar en paz, sin corretear de un lado a otro.

–Mejor nos sentemos –responde. Mientras tomo mi lugar, ella va a la cocina y abre una funda de caramelos–.  Más que sea unito para endulzar la vida y estar contentos…

Frescos, manzanas o cartones




Antes de reciclar, María realizó un sinnúmero de oficios. Desde el lavado de ropa, la venta ambulante de frescos y frutas, hasta las tareas de cuidado. Recuerda cuando, escondida en los zaguanes, esquivaba con rapidez el olfato feroz de los policías municipales. Siete veces durmió en la celda con su hijo recién nacido. A pesar de todo, ella asegura que jamás se ha doblegado.

–Al reciclaje ingresé por una amiga que me convenció. Yo pensaba: no, eso es sucio. ¿Qué dirá la gente si me ve?

Sí, al principio sintió vergüenza, pero las obligaciones pesaron más. En poco tiempo aprendió a recoger y a clasificar la basura por su cuenta. No necesitaba títulos ni experiencia previa. Solo la intuición. Las primeras veces, por una camioneta llena de material le pagaban un dólar. De eso le restaban el costo de la carrera.

–¿Han cambiado las cosas, Doña María?
–(…).

Prefiere mostrarme su primer coche. Lo guarda en una esquina del cuarto. Refundido entre utensilios y zapatos. A ella le resultó casi lo mismo. No importaba si eran frescos, manzanas o cartones.

Los datos señalan que 24 millones de personas en el mundo realizan labores de reciclaje en distintas etapas. El 80% de estas actividades se ubican en la economía informal (WIEGO). Según la OIT a este tipo de economía se incorpora el trabajo precario.

Existen distancias irreconciliables entre el porcentaje, la definición conceptual y la experiencia. Quien mejor que ella para ganarle en evidencia al político de turno o al intelectual de escritorio. Sabía bien lo que era tener un trabajo precario. Mínima retribución por largas y extenuantes horas de caminata, sin horario fijo ni salario básico. Sin seguro social ni reconocimientos de ley. Sin vacaciones ni domingos de parque. Su vida ha sido pisar el pavimento ardiente o escapar del aguacero. Cero garantías. Solo la calle.

Reciclar en esas condiciones tenía sus propios agravantes: fueron incontables las veces en las que debió sacar de los dispensadores de mercados y hospitales toda clase de desperdicios. Haciendo fuerza para voltearlos y meterse hasta el fondo. Apenas cubriéndose el rostro con una bufanda. Apretando los ojos y tomando entre las manos mezclas acuosas poco reconocibles. Sin pensar en los olores penetrantes de las miserias.

Otras ocasiones tuvo que lidiar con los borrachos, ladrones y mendigos quienes, con el tiempo, al verla pasar, en vez de robarle le regalaban monedas. Conoció de cerca a “los cartoneros o minadores” y compartió con ese gremio una actividad propia de “la gentecita de mala muerte”, según los comentarios de algunos vecinos.

María guarda en la memoria de su cuerpo las miradas y gestos de la gente en la calle: los niños de la escuela que jugando fútbol pateaban sus cartones, las señoras murmurando entre dientes con cierta expresión de repugnancia, ciertos turistas gringos felicitándola en ‘espanglish’ por su labor, haciéndole fotos, sorprendidos, los buenos samaritanos que de repente le ayudaban a colocar en el carrito los cartones pesados, compadeciéndola por ser “una pobre viejita”, o quienes solo pasaban empujándola, impávidos.


Redimiendo la desconfianza


–Para mí, confiar en la gente ha sido durísimo –confiesa y mira hacia el pasado.

Un día dejó de creer en los ofrecimientos de instituciones y fundaciones y decidió ser determinante y clara. Hacía falta una asociación autónoma que defendiera los derechos de los recicladores desde quienes sienten la necesidad y no desde quienes solo hablan de ella.

–Éramos cinco, después diez, hasta que un día vinieron recicladores del norte y del sur. Terminamos siendo 80. ¡Un griterío tremendo entre toditos! –recuerda.

Las primeras reuniones fueron en plena avenida 24 de mayo. Luego, en una bodega medio clandestina. Hasta que llegó el primer abogado que le recomendaron por ahí como asesor.

–Era un señor elegante. Vino una vez y desapareció.

Más tarde, sin embargo, otra persona llegó a cubrir esa necesidad.
Los problemas para dirigir adecuadamente la asamblea, detectados por el nuevo asesor, restringieron la participación de María al cargo de secretaria. Como desconocía sobre la redacción de actas y otros documentos, alguien más la reemplazó.

–A ver, doña María, tome nota –me decían–. Y yo solo avanzaba a escribir dos palabras. Todo me guardaba aquí –cuenta, apuntando con el índice su frente.

La directiva fue conformada y se inició el trámite de los estatutos. Empezó la lucha: mantener a la gente unida. Por la propia dinámica de la organización los miembros iban y venían. La disputa entre entusiasmos y antipatías era evidente. La necesidad de organizarse para que el reciclaje de base fuera reconocido como un trabajo, ciertamente, palpitaba en algún sitio. Lástima que los compromisos no siempre se asumían.

–Algunos solo hablaban pero ya cuando tocaba hacer no les gustaba. Las cosas no vienen del aire.

Para María, lo peor es el desinterés y la poca fe, actitudes imperdonables cuando se comparte el mismo origen y cuando se ha tenido que aguantar la misma injusticia, la misma exclusión e inequidad. Tan imperdonable como dejarlo pasar en lugar de denunciarlo en beneficio de la organización.


En el 2008, después de dos años, los estatutos de la Asociación de Recicladores Buena Esperanza de Pichincha fueron aprobados por el Ministerio de Inclusión Económica y Social del Ecuador (MIES). Desde el 2012 ocupa un centro de acopio construido por el Municipio de Quito: El CEGAN (Centro de Educación y Gestión Ambiental).

Lo cotidiano



De lunes a sábado, doña María llega al CEGAN a las ocho de la mañana. Con sus compañeras clasifica el material recogido, ordenan, limpian, le dan un valor agregado y lo dejan listo para la venta a empresas, como materia prima. Por las tardes y noches salen a recolectar a lo largo de una ruta que recorre los contenedores de la zona centro. También se retira material de instituciones públicas y privadas, de instituciones religiosas, fundaciones, hoteles, locales comerciales y farmacias.

–Si todos ponemos interés y amor al trabajo, todos ganamos –dice María, refiriéndose al funcionamiento del proceso. Las ganancias generadas con la venta de material clasificado y tratado se reparten por igual entre quienes integran la asociación. Por eso, ella inventa estrategias para optimizar las responsabilidades y los ingresos.

–¿Se puede vivir del reciclaje?
–Verá, nosotros ganamos según lo que recogemos y vendemos. Lo que sale de papel, cartón, PET y vidrio. Más o menos de 250 a 300 dólares por mes. Dependiendo. Con eso pasamos.

Actualmente la asociación está conformada por 18 personas, en su mayoría mujeres.

–Si ellas resisten más que los hombres en este trabajo es por pura necesidad –me dice María.

Conforme a una investigación realizada durante el 2012, en torno a la situación de las recicladoras en Cuenca, se involucran en el reciclaje porque representa una de las pocas oportunidades a las que pueden acceder, pese a sus condiciones de vida: bajos niveles de educación, responsabilidad directa en la manutención de varias cargas familiares y sobrecarga en el trabajo de cuidado.

Las facilidades de la informalidad terminan siendo una artimaña. Agudizan la pobreza de mujeres que de por vida permanecerán sometidas a empleos de riesgo y mala calidad, cadenas que no se cortan, que se aguantan y heredan por generaciones. “El reciclaje se aprende de unos a otros. Hay madres o abuelos que enseñan a sus hijos y ellos también seguirán enseñando” afirma otra mujer recicladora, compañera de doña María.

La mirada y la voz

A María le gusta aclarar que ya no es cartonera sino gestora ambiental. Lo dice con orgullo. Ocupar el primer eslabón en la cadena de reciclaje no le quita el sueño, pues comprende la importancia de su contribución y se entrega a su trabajo de hormiga todos los días. Sin hacer alarde.

–Quisiera decir a la gente que concientice –aconseja, con la voz de su experiencia–, si bota pañal y perro muerto donde van los desechos de reciclaje, nosotros nos enfermamos porque tenemos que sacar eso de ahí. También pedirles que no manden dando el material a particulares sino a quienes somos gestores autorizados. Nosotros no recibimos un sueldo por lo que hacemos. Muchos no lo saben pero ahora sí lo sabrán. ¡De favor, que miren menos y colaboren más!


A María le habría gustado tener una cámara de fotos para registrar cada momento. Primero me lo dice, luego se retracta y concluye que no le hace falta una cámara porque conserva lo vivido en un lugar único, “donde hasta lo que ya no sirve puede transformarse”.